Comentario
La guerra chino-japonesa fue un anticipo de la mundial. El 7 de julio de 1937, a raíz de un tiroteo en Pekín (puente de Marco Polo), se extendió mientras el Gobierno nacionalista de Nankin expresaba su voluntad de combatir hasta el final y pactaba la resistencia común con el Gobierno comunista de Mao.
Los japoneses bombardearon por sorpresa Shanghai y desembarcaron en sus inmediaciones, mientras otro ejército avanzaba por el norte de China y un tercero actuaba en la cuenca del Yangtse, hasta ocupar Nankin en diciembre.
El año 1938, un nuevo desembarco en Tsinstao presagió una ofensiva que concluyó con la unión en Suchou de los ejércitos japoneses del norte y del Yangtse.
El Gobierno de Chiang Kai-chek se refugió en Chungking, a orillad del alto Yangtse, ciudad que en un solo año pasó de 200.000 habitantes a 1.000.000. Allí se concentraron los almacenes, las fábricas de municiones, los servicios administrativos y hasta los estudiantes nacionalistas con sus profesores.
El choque entre la China rural del interior y los recién llegados fue completo, y duró lo que la guerra, porque los japoneses no pudieron llegar a aquella región de difíciles comunicaciones.
En el otoño de 1938 habían ocupado la China desarrollada, avanzando a lo largo de los ferrocarriles, pero, en marzo de 1939, los chinos lograron detener su avance. La inmensidad del país quedó reticulada por la ocupación japonesa que dominaba sólo las grandes ciudades y las vías de comunicación.
Enormes espacios quedaban vacíos y abandonados por las temerosas autoridades del gobierno de Chungking. Fue la gran oportunidad de los comunistas, que ocuparon las zonas libres y los puestos de las autoridades huidas.
Su actividad militar no fue mucho más eficaz que la del Ejército nacionalista, pero su trabajo social y guerrillero fue considerable. Los campesinos estaban acostumbrados a los atropellos de la soldadesca, a los impuestos, y no tenían otra intención que la de sobrevivir y defenderse. La acción de los japoneses y la del Ejército regular chino coincidían en imponer tributos y en abusar de la población rural. Y el Ejército chino imponía además el reclutamiento con la seguridad de que el trato dado a los reclutas sería pésimo.
Los comunistas llevaron a cabo una importante tarea de captación. Se presentaron como defensores contra los japoneses, los soldados, los recaudadores de impuestos y los terratenientes, es decir, de todas las plagas sociales antiguas y modernas que afligían al campesino.
Para la población rural, las palabras comunista y resistente fueron sinónimos, y las guerrillas atacaron a los japoneses, que se vengaron terriblemente contra la población desarmada. Así, como había ocurrido en la URSS, el odio a los japoneses se extendió entre la población y aumentó la militancia en las guerrillas.
El premier japonés, Konoye, ofreció la paz al Gobierno chino con la promesa de integración en la Gran Asia Oriental a cambio de reconocer el Manchukuo; Chiang Kai-chek no aceptó, y su antiguo compañero Wang Ching-wei, favorable a la oferta, fue tratado de traidor.
Cuando el Ejército japonés ocupó Hong Kong, Singapur, Filipinas o las Indias holandesas, todos los americanos, ingleses y holandeses fueron enviados a campos de concentración o a trabajos forzados, mientras los escandinavos, suizos, españoles, franceses de Vichy, alemanes, rusos e italianos quedaban en libertad. Para los internos, el trato fue atroz, pero quizá el dado a los soldados japoneses fue peor.
La toma de Singapur por los japoneses conmocionó Asia y su rápida expansión a costa de los blancos remató la imagen de los colonialistas. Salvo los comunistas, la mayor parte de los grupos políticos recibieron a los japoneses como libertadores y su propaganda exaltó la idea de la cultura asiática y la proclamación de la independencia de todos los pueblos.
La actuación brutal del ejército japonés acabó con el espejismo. El despotismo de los militares, el sometimiento a trabajos forzosos y la explotación económica les enajenaron las simpatías iniciales. Sin embargo, muchos grupos nacionalistas se beneficiaron de su presencia para introducirse en la Administración pública, crear los primeros ejércitos nacionales y apoderarse de ciertas explotaciones económicas.
La ocupación japonesa incidió desigualmente sobre los grupos sociales. Los blancos de las potencias colonialistas desaparecieron, mientras los demás desarrollaron sus actividades, aparentemente en libertad, pero bajo la suspicacia de la policía.
Ciudades como Shanghai mantuvieron, durante toda la guerra, cierta apariencia de normalidad y hasta conservaron los antiguos lugares de diversión. En sus restaurantes podían coincidir los chinos ricos, los europeos no enemigos y los oficiales japoneses, en una vida que se esforzaba por sobrevivir entre catástrofes.
Las capas populares quedaron poco afectadas por la ocupación: la guerra ideológica les alcanzaba y ponía en evidencia la injusticia de los antiguos amos. Los japoneses fueron generalmente bien recibidos, pero la guerra impidió cualquier modificación positiva. La ocupación militar y el esfuerzo económico acabaron perjudicando a las poblaciones, que, en ciertos casos, también se volvieron contra ellos.
La acción del Kempe Tai, la policía política japonesa, fue muy dura. Sus reclusos solían desaparecer sin dejar rastro ni noticia de la detención. Bastaban las simples conjeturas para el arresto, las torturas más atroces y la desaparición, porque jamás se daba noticia de los muertos. A medida que la guerra fue más desfavorable para los japoneses, su acción se hizo más violenta y concitó mayores odios y deseos de venganza.
Las élites locales salieron beneficiadas muchas veces por la ocupación. Desaparecidos los blancos, los sectores administrativos y económicos, que habían estado vedados a los indígenas, cayeron en sus manos y fortalecieron las nuevas clases nacionalistas.
Quienes menos sintieron los cambios fueron las poblaciones primitivas. En ciertos casos, la guerra alteró sus vidas, como en los archipiélagos, cuando los japoneses instalaban posiciones en pequeñas islas de las que a veces fue desalojada la población.
En las Carolinas, los 15.000 habitantes fueron desplazados. Pero normalmente los pueblos primitivos prosiguieron sus vidas, tan al margen de los japoneses como lo habían estado de los blancos. Al fin y al cabo, todos eran igualmente extraños.
Ilustrativamente, los cazadores de cabezas de Borneo trabajaron para los japoneses, que les pagaban por las cabezas de blanco huido en la selva. Cuando los aliados recuperaron la isla, los naturales prosiguieron sus actividades con cabezas de japoneses fugitivos. Naturalmente, pagadas al mismo precio.